El estado de ánimo del resentimiento
Cuando los seres humanos luchamos contra lo que no podemos cambiar, cuando demostramos incapacidad para aceptar lo que hemos llamado las facticidades de la vida, generamos un espacio dentro del cual es fácil que se desarrolle el resentimiento. No estamos diciendo que el resentimiento sólo sea resistencia a las facticidades de la vida. Para crear resentimiento se necesita más que el rechazo a lo que no se puede cambiar. Sin embargo, cuando no aceptamos las facticidades de la vida, el estado de ánimo del resentimiento encuentra un terreno fértil para desarrollarse.
¿Qué es el resentimiento? Este estado de ánimo puede ser reconstruido en términos de una conversación subyacente en la cual interpretamos que hemos sido víctimas de una acción injusta. Una conversación que sostiene que teníamos el derecho moral a obtener algo que nos fue negado o que simplemente merecíamos algo mejor de lo que obtuvimos. Alguien se interpuso impidiendo que obtuviéramos lo que merecíamos, negándonos posibilidades a las que consideramos que teníamos derecho. Alguien, por lo tanto, aparece en nuestra interpretación como culpable por lo que nos sucede. En su reconstrucción lingüística detectamos el juicio de que alguien nos cerró determinadas posibilidades en nuestra vida, como también el juicio de que ello es injusto. Este alguien podría ser una persona, un grupo de personas, toda una clase de individuos (por ejemplo, todos los hombres, todas las mujeres, los jefes, los inmigrantes, los hispánicos, los judíos, los negros, los gitanos, etcétera). Se podría culpar incluso al mundo entero o a la vida como un todo.
Pero el resentimiento suele no detenerse allí. Además de los juicios subyacentes en los que podemos reconstruirlo, descubrimos también una declaración (o una promesa que nos hacemos a nosotros mismos). Sea quien sea el que hacemos responsable de la injusticia que se nos ha hecho, tarde o temprano pagará. En cuanto sea permitido, se hará justicia. Podrá tomar tiempo, pero llegará el momento en que nos vengaremos o alguien (¡Justicia divina!) nos vengará. El espíritu de la venganza es un subproducto habitual del resentimiento.
El estado de ánimo de resentimiento se acerca al de la ira. La principal diferencia reside, sin embargo, en que la ira se manifiesta abiertamente. El resentimiento, por el contrario, permanece escondido. Se mantiene como una conversación privada. Crece en el silencio y rara vez se manifiesta directamente.
El resentimiento se nutre de dos fuentes. De las promesas y de las expectativas consideradas legítimas que, en ambos casos, no son cumplidas. Ambas contribuyen a conferirnos el «derecho» de esperar un determinado comportamiento de los demás para con nosotros. Es a partir de este «derecho», que el resentimiento aparece como una invocación de justicia frente a la injusticia de lo sucedido. Las promesas, como bien sabemos, generan deberes y derechos. Quien promete se compromete a cumplir. Quien recibió una promesa adquiere efectivamente el derecho a esperar que ella se cumpla.
Pero no sólo estamos obligados por nuestras promesas. En muchos casos no basta decir «¡Pero si yo no prometí!» para eludir nuestra responsabilidad. En toda comunidad, estamos también comprometidos por la existencia de determinados estándares sociales de comportamiento. Hay determinadas acciones a las que estamos obligados y otras que nos están prohibidas, independientemente de las promesas que hagamos.
No es aceptable, por ejemplo, sostener «Yo a nadie le prometí que no iba a abusar físicamente de mi mujer», o bien, «Yo nunca prometí que me haría cargo de mis hijos». Aunque en ambos casos puedan no haberse hecho promesas, si alguien abusa físicamente de su mujer o no asume las responsabilidades que socialmente se esperan de él (o de ella) como padre (o madre), es posible que ello genere resentimiento de parte tanto de la mujer, como de los hijos afectados. En esa comunidad, ellos tienen legítimas expectativas de esperar un comportamiento diferente del que obtuvieron. En alguna otra comunidad, los estándares sociales pueden ser diferentes y las mismas acciones no generarán, necesariamente, resentimiento.
Ahora bien, no basta tampoco con el incumplimiento de una promesa o de una legítima expectativa. No todo incumplimiento de ellas genera necesariamente resentimiento. Para que éste se desarrolle es preciso que exista una situación que obstruya o impida manifestar nuestra ira o hacer un reclamo. Como veremos más adelante, el reclamo es el remedio más efectivo contra el resentimiento.
El resentimiento, por lo tanto, requiere de condiciones que, de una u otra forma, bloquean la posibilidad de hacer pública la conversación privada que alimenta quien sufre las consecuencias del incumplimiento de una promesa o de una expectativa legítima. Por ejemplo, podemos tener el juicio de que no seremos comprendidos por los demás o el juicio de que si hacemos un reclamo público deberemos enfrentar consecuencias aún peores, etcétera.
Aquí es precisamente donde aparece este «resistirse a las facticidades de la vida». Por una parte, nos oponemos tenazmente al estado actual de cosas que, sostenemos, nos hizo víctimas de una injusticia. Por otra parte, juzgamos que no hay nada que podamos hacer para cambiarlas. Hemos quedado atrapados, por lo tanto, entre el juicio de lo que no sólo era posible, sino esperable y «justo», y el juicio de facticidad de que nada podemos hacer para modificarlo.
El resentimiento emerge de la impotencia y a menudo la reproduce. Una razón importante para no manifestar nuestra ira y dejar que se desarrolle el resentimiento es el considerar que nos encontrarnos en una posición precaria de poder. Guardamos resentimiento contra alguien que nos humilla abusando de su posición de poder, mientras hacemos el juicio de que si reclamáramos, seríamos objeto de «abusos» aún peores. Si reclamáramos «tendríamos que pagar las consecuencias». Nos sentimos a merced del poder de otro. El resentimiento florece con facilidad en situaciones de distribución desigual del poder.
No es sorprendente, por lo tanto, que el resentimiento aparezca frecuentemente después de una derrota militar, cuando las fuerzas victoriosas imponen a los vencidos condiciones que éstos consideran extremadamente humillantes o que sobrepasan en gran medida lo que se piensa que es justo. Además, donde reina el temor, existe espacio para el resentimiento. Cuando la coordinación de acciones está basada en el temor, el resentimiento puede desarrollarse con extrema facilidad.
El nexo entre distribución del poder y resentimiento es crítico ya que la distribución desigual del poder constituye casi un axioma de toda forma de vida en sociedad. Es prácticamente imposible imaginar un orden social en el cual el poder esté igualmente distribuido. Los factores detrás de la distribución del poder pueden cambiar. A veces, pueden estar basados en la fuerza física; otras veces, pueden provenir de diferencias en recursos financieros, en competencias, en apoyo político, etcétera. Hay distribución desigual de poder entre padres e hijos, entre profesores y alumnos. También la hay en las relaciones con otras personas y grupos de pares, y definitivamente, en las organizaciones. En ellas el poder está, prácticamente por definición, distribuido en forma desigual.
Solamente una sólida disciplina y una fuerte socialización de las metas más elevadas de una organización permiten a los subordinados aceptar prácticas basadas en una estructura altamente jerárquica con una sesgada distribución del poder. Las organizaciones militares son un buen ejemplo de lo que se necesita para generar condiciones especiales de obediencia y lograr que la gente acepte normas de conducta como las descritas por Lord Tennyson cuando escribió La Carga de la Brigada Ligera, «Their's not to make reply, their's not to reason why, their's but to do and die» («No está en ellos responder; no está en ellos preguntarse por qué; sólo les corresponde hacer y morir»).
El estado de ánimo de resentimiento es extremadamente corrosivo para la convivencia social, de modo que a menudo actúa en favor de las partes involucradas para encontrar fórmulas que lo hagan desaparecer. La persona «en» resentimiento se ve afectada por un sufrimiento penetrante y muchas veces casi permanente, que se manifiesta en múltiples dominios de la vida. No hay alegría, no hay felicidad verdadera para las personas que viven en resentimiento.
Aún más importante es el hecho de que el resentimiento obstruye o restringe severamente nuestras posibilidades de acción. En la medida en que estamos absorbidos por una conversación que se niega a aceptar la pérdida que hemos sufrido y alimenta nuestro juicio de injusticia y nuestra acusación de culpabilidad, el pasado reina sobre el presente y estrecha el espacio del futuro. Cuando pensamos en el futuro, éste aparece impregnado por los juicios que caracterizan al resentimiento. Normalmente vivimos en el juicio de que seguiremos siendo tratados injustamente de ahora en adelante. Nuestras posibilidades futuras se convierten en posibilidades para incubar más resentimiento.
Quienes son objeto del resentimiento de otros, por otra parte, se encuentran rodeados de «arenas movedizas» y de un entorno hostil aun cuando no lo perciban. Sus intentos de coordinar acciones se ven permanentemente desbaratados. Enfrentan la promesa no formulada de que «en algún momento, en alguna parte, en alguna forma» van a pagar por aquello de lo que se les acusa silenciosamente. Es sólo cuestión de encontrar la ocasión propicia. En todo espacio social donde predomina el resentimiento la productividad y la calidad de la convivencia se ve afectada.
Sostenemos que se puede reconstruir cada estado de ánimo por medio de su correspondiente estructura lingüística subyacente. Por lo tanto, ¿cuál es la estructura lingüística en la cual se puede reconstruir el estado de ánimo de resentimiento? Basándonos en el análisis desarrollado anteriormente, proponemos la siguiente estructura lingüística para el estado de ánimo de resentimiento:
— Afirmo que sucedió (o no sucedió) X
— Juzgo que ello implica el incumplimiento de una promesa o de una legítima expectativa
—Juzgo que X me causó daño y restringió mis posibilidades actuales
— Juzgo que esto no es justo
— Declaro que «A» es responsable de esto («A» puede ser una persona, un grupo de personas, una institución, etcétera)
— Juzgo que no puedo hacer nada ahora para que «A» repare el daño que me ocasionó
— Declaro que esto no es correcto (no debiera ser, o debiera ser diferente)
—Declaro que en algún momento, en algún lugar, en alguna forma, «A» va a pagar por esto
También se pueden aceptar algunas variaciones de esta estructura. Lo que es interesante de ésta, sin embargo, es que podemos observar claramente la tensión entre el juicio «no puedo hacer nada ahora» y la declaración «las cosas debieran ser diferentes». Para que haya resentimiento es necesario que estos dos elementos estén presentes. Implica una tensión entre un juicio de facticidad y un juicio simultáneo de posibilidad. Como veremos a continuación, esta estructura lingüística nos guiará para diseñar caminos que nos permitan alejarnos del resentimiento.
Nietzsche ha sido el gran filósofo del tema del resentimiento. Según él, ei resentimiento envenena la vida y corroe la convivencia con otros. Pero, por sobre todo, se trata de una emoción que encadena al ser humano, le arrebata su libertad. El resentimiento, nos dice Nietzsche, nos constituye en esclavos. La esclavitud no es sólo, ni siquiera primordialmente, un asunto político o legal. Es, por sobre todo, una condición del alma humana. Quien es jurídicamente un esclavo, puede ser a la vez un alma libre, como nos lo demuestra Epicteto.
Pero quien es jurídicamente libre y vive en el resentimiento, pierde su libertad y transforma a aquel contra quien se resiente en el amo de su existencia. El resentimiento nos hace vivir en función de la persona (o las personas) con que estamos resentidos. Aquello que juzgamos como una injusticia se transforma en guía y obsesión en nuestra vida. La coherencia de lo que hacemos está definida por nuestro odio al otro y por nuestra sed de venganza. La persona en resentimiento se desplaza, nos dice Nietzsche, como la tarántula, esperando el momento propicio para descargar su veneno.
Tal como lo planteamos previamente cuando examináramos la declaración del perdón, el resentimiento esconde su propio carácter, incluso frente a quien lo padece. En la medida en que traza una línea de demarcación entre la maldad del otro y el sentido de víctima respecto de uno mismo, el resentido se confiere a sí mismo una coartada pues se coloca del lado del bien. Esta es precisamente la trampa. Es difícil reconocer cómo el odio hacia el otro podría convertirlo en nuestro amo. Pero esto es lo que el resentimiento acomete. A través del odio el otro, incluso sin saberlo, adquiere poder sobre nuestra vida. El resentimiento, hemos dicho, profundiza nuestra impotencia y nos arrebata nuestra libertad. Es en este sentido que insistimos en el poder liberador del perdón.
El estado de ánimo de aceptación y paz
Por aceptación o paz caracterizamos al estado de ánimo contrario al resentimiento y que, por lo tanto, da cuenta de una emocionalidad diametralmente diferente que resulta de una misma situación. Lo que define al estado de ánimo de la aceptación es la expresión de reconciliación que ella exhibe con la facticidad. Decimos estar en paz cuando aceptamos vivir en armonía con las posibilidades que nos fueron cerradas. Estamos en paz cuando aceptamos las pérdidas que no está en nuestras manos cambiar.
De esta manera, por ejemplo, podemos relacionarnos con nuestro pasado desde el resentimiento o desde la aceptación. Cuando lo hacemos desde la aceptación ello no implica, por ejemplo, negarse a reconocer los errores que pudimos haber cometido. Pero somos capaces de vivir en paz pues lo que sucedió en el pasado no tiene necesariamente que repetirse en el futuro. Miramos esos errores como expresión de precariedades que eventual-mente podemos corregir en el futuro. La aceptación tampoco desconoce los errores o las acciones nocivas de los demás, ni la búsqueda que ellos no se repitan. Lo que la aceptación fundamentalmente «acepta» es el hecho de que no podemos cambiar lo ya ocurrido y, en cuanto tal, lo declara «cerrado». Tal como nos indica Epicteto, la aceptación nos permite abocarnos a la tarea de cambiar lo cambiable, sin ser consumidos por el lamentar inútil frente a lo que nada podemos hacer. La aceptación nos coloca en la senda de la transformación del futuro.
Del resentimiento a la aceptación
Es importante examinar de qué forma es posible desplazarse del estado de ánimo de resentimiento al de aceptación. La clave para hacerlo se encuentra, en muchos casos, en temas que hemos desarrollado anteriormente. Una primera modalidad de desplazamiento puede ser alcanzada al identificar los juicios que aparecen en la reconstrucción lingüística del resentimiento y en el examen de sus fundamentos. Por ejemplo, podríamos examinar los fundamentos que encontramos para emitir los juicios que nos conducen a efectuar la acusación que está involucrada en el resentimiento. Al hacerlo, puede suceder que descubrimos que, re-examinada la situación correspondiente, la persona a quien acusamos no es del todo responsable de lo que sucedió. Cuántas veces no hemos tenido la experiencia de haber abrigado un resentimiento por largo tiempo para luego darnos cuenta de que nuestra acusación, mirada desde una nueva perspectiva, no tenía base alguna.
Sin embargo, el procedimiento anterior muchas veces resulta infructuoso. Al examinar el fundamento de la situación original, muchas veces constatamos que nuestro examen confirma los fundamentos que nos llevan a declarar a alguien responsable y acusarlo por las consecuencias que resultaron de su comportamiento. ¿Acaso ello implica que no tenemos cómo superar nuestro resentimiento? No lo creemos así.
En estas circunstancias, las opciones que disponemos para movernos del resentimiento a la aceptación, guardan relación con nuestra capacidad de hacer una declaración que dé por cerrado el pasado. Debemos examinar si podemos o no terminar con esas conversaciones privadas que nos han estado persiguiendo durante tanto tiempo. Y para cerrar esas conversaciones privadas existen diferentes alternativas posibles.
Una alternativa es examinar si nuestra decisión de no hablar y mantener nuestra acusación en silencio está fundada. Si nos decidimos por hablar, una forma frecuente de hacerlo es la recriminación o la queja. La recriminación es una variante de lo que anteriormente llamáramos «una conversación de juicios personales». Al recriminar a alguien, lo que hacemos es culpar al otro por lo sucedido y avasallarlo con juicios. Ello puede servirnos de desahogo y ayudarnos a liberarnos de nuestra rabia.
Sin embargo, al optar por la recriminación, lo que obtenemos como respuesta de parte del otro es, a menudo, el rechazo de nuestra interpretación de los hechos, el intento de mostrarnos nuestra propia culpabilidad en lo sucedido y otra avalancha de juicios personales. Una conversación basada en la recriminación mutua tiende a caldearse aceleradamente y frecuentemente no genera acción reparadora alguna. En el trayecto, la relación entre las dos personas suele terminar deteriorada.
Existe otra forma de hacernos cargo de nuestro resentimiento al hablar. A diferencia de la recriminación que era una variante de «la conversación de juicios personales», esta alternativa es una variante de «la conversación para la coordinación de acciones». Nos referimos al reclamo. El reclamo procura tomar las acciones que son conducentes a eliminar la causa del resentimiento. El hacer esto posee el poder de disolverlo.
El reclamo es un juego de lenguaje particular, conformado por varios actos lingüísticos. En él, se combinan al menos declaraciones, afirmaciones y peticiones. De ser exitoso, suele terminar en promesas de acciones que se hacen cargo del daño producido. Examinemos la estructura canónica del reclamo.
Declaración: «Tengo que hacerte un reclamo».
Afirmación: «Tu me prometiste que ibas a hacer x en tiempo y».
Afirmación: «No cumpliste lo prometido».
Declaración: «Como consecuencia de tu falta de cumplimiento, me he visto perjudicado».
:... [Pueden proveerse afirmaciones que funden el juicio anterior].
Declaración: «Te hago responsable de estos perjuicios».
Petición: «Como forma de asumir tu responsabilidad por los perjuicios que me has producido, te pido «a», «b» y/o «c»».
: ... [Respuesta]
Declaración : [Si la respuesta es positiva] Gracias.
Examinemos cada uno de estos pasos. La primera declaración crea el contexto para la conversación del reclamo. Le advierte al oyente el carácter de la conversación que se inicia y normalmente contribuye a establecer el estado de ánimo adecuado para tenerla.
Los dos pasos siguientes también aportan elementos contextuales, pero esta vez con el propósito de justificar el reclamo, de conferirle legitimidad. Cabe la posibilidad de que el oyente responda frente a nuestra primera afirmación diciendo, «Discúlpame, pero yo no te hice esa promesa. Lo que yo te dije fue...», o que dijera, «Lo que te prometí no fue lo que tu dices, sino...», o bien, «La fecha de cumplimiento no es la que tú sostienes, sino...». En todos estos casos, posiblemente descubriremos que hubo un malentendido y quizás concluiremos que tenemos que mejorar la forma como pactamos promesas con esta persona en el futuro. Pero es muy probable que estas respuestas disuelvan la necesidad del reclamo y, con ello, la fuente de nuestro resentimiento.
Lo mismo puede suceder con la afirmación que constituye el tercer paso. Nuestro oyente bien podría decirnos, «Espera un segundo. El informe a que te refieres se lo entregué a tu secretaria antes del plazo que habíamos acordado. Yo he cumplido con lo que te prometí». Lo que cabe reconocer aquí es que nuestra presunción de que la promesa efectuada no fue cumplida puede ser falsa y que el oyente puede demostrarnos que él o ella cumplió con lo prometido. Nuevamente, si ello sucediera, el reclamo pierde sentido y nuestro resentimiento se disuelve. De hecho, muchas veces nos resentimos porque hacemos presunciones que posteriormente resultan no ser verdaderas. Hablando de aquello que nos resiente abrimos la posibilidad de constatar si nuestras presunciones eran verdaderas o falsas.
Si nuestro oyente está de acuerdo con nuestras afirmaciones anteriores, podemos entrar con plena legitimidad al núcleo del reclamo. Podemos, por lo tanto, declarar el perjuicio que hemos sufrido, declarar la responsabilidad de quien no cumplió y proceder a pedir alguna reparación por lo sucedido.
Si aquello que nosotros estimamos una reparación adecuada es aceptado por el oyente, el motivo del reclamo se disuelve y con él se disolverá también nuestro resentimiento. Cuando esto sucede, la conversación del reclamo termina con una declaración de cierre. Ello es lo que representa el paso final de «Gracias».
Si nuestro oyente no aceptara lo que le pedimos, pueden pasar varias cosas. Podemos, por ejemplo, entrar en una negociación sobre los términos de la reparación, en la que el oyente puede hacernos contraofertas, hasta alcanzar un acuerdo. Puede suceder también que lleguemos a entender y aceptar las razones que tuvo el oyente para no cumplir y declarar el asunto igualmente terminado, sin necesidad de reparación. Y, por último, si no obtenemos adecuada satisfacción podemos vernos obligados a reevaluar nuestra relación con esa persona en función de la consecuente pérdida de confianza. Pero en todos estos casos, hemos logrado avanzar hacia el cierre de esa conversación privada de la que se nutría nuestro resentimiento.
Lo importante del caso es poder comparar las consecuencias que resultan, en caso de resentimiento de mantener nuestra acusación en silencio, de entrar en una conversación de mutua recriminación o de efectuar un reclamo. Uno de los resultados de este último es el que las partes involucradas abren la posibilidad de salir de él, cuando se logra un acuerdo, recuperando la dignidad que con anterioridad se consideraba afectada. Lo que es importante de observar aquí es que el reclamo se formula con el objeto de dar por cerrada una conversación abierta que viene del pasado.
Muchas personas no saben cómo llevar a cabo la acción de reclamar de modo de completar efectivamente el pasado. Algunos creen que con recriminar al otro, hacen todo lo que deben realizar. Y pasan de una recriminación a otra.
Hay circunstancias, sin embargo, donde el daño realizado se nos presenta como irreparable. O que, existiendo la posibilidad de obtener alguna reparación, ésta no logra compensar la pérdida incurrida como consecuencia de la acción o inacción del otro. Cuando ello sucede, tenemos otra alternativa para terminar con el sufrimiento. Se trata de la declaración del perdón.
Los seres humanos cometemos errores. Tampoco medimos todas las consecuencias de nuestros actos. Las razones que nos damos para actuar de una u otra forma, están sujetas a la precariedad de todas nuestras interpretaciones. La aceptación de esta facticidad da lugar a lo que en inglés se entiende por compasión. La compasión en el idioma inglés (a diferencia de lo que sucede en español donde se la asocia con la lástima) es la aceptación plena del otro, con sus limitaciones, cegueras e incompetencias. Desde la emocionalidad de la compasión se expande el espacio para perdonar.
Hay quienes están dispuestos a perdonar, pero con una condición: que el responsable de la acción que resentimos declare su arrepentimiento. Ello implica que se haga merecedor de nuestro perdón, pidiéndolo. Si no hay arrepentimiento, se argumenta, no hay razón de perdonar. El perdón se paga, al menos, y particularmente cuando no hay posibilidad de reparar el daño, con el arrepentimiento.
Esta manera de condicionar el perdón, siendo muchas veces válida, no puede erigirse como principio incuestionable. No debemos olvidar que el perdón no sólo libera al responsable del daño realizado de la culpa que le atribuimos, también libera al resentido de su propio resentimiento y de las consecuencias que éste tiene en su existencia. Insistimos: el principal beneficiado del perdón no es el perdonado, sino quien perdona.
El perdonar no es un acto que libere de responsabilidad a quien realizó una determinada acción que consideramos que nos perjudicó injustamente. Por el contrario, el perdón es el acto que nos libera del resentimiento cuando precisamente tenemos fundamento para culpar a alguien por su comportamiento. Sólo entonces el perdón surge como una alternativa. Con el perdón declaramos que no permitiremos que nuestro resentimiento y, por lo tanto, nuestra interpretación sobre el daño que esa persona pueda habernos infligido en el pasado, interfiera en nuestras posibilidades de convivir y seguir coordinando acciones en el futuro. Muchas veces ésta es una consideración importante. Particularmente cuando estamos obligados a compartir el mismo espacio social y a convivir juntos.
Como dijéramos anteriormente, cuando perdonamos no nos estamos comprometiendo a olvidar. No podemos comprometernos a olvidar. Esto escapa a nuestras posibilidades. Cuando perdonamos, solamente nos estamos comprometiendo a cerrar una determinada conversación acerca del pasado y a no usarla en contra de una determinada persona en el futuro.
Existe una tercera alternativa. A veces podríamos juzgar que el daño que nos han ocasionado es tan inaceptable que no tiene sentido mantener una relación con esas personas. La magnitud del daño producido (la responsabilidad que le cabe a una persona en haberlo producido, la recurrencia sistemática de un mismo tipo de acciones, la profunda desconfianza que hemos desarrollado hacia una persona, etcétera) nos puede hacer concluir que ni el reclamo, ni el perdón, serán suficientes para restablecer nuestra relación con ella. Podemos perdonar, pero no estamos dispuestos a seguir manteniendo una relación con esa persona. Simplemente no vemos un futuro aceptable en mantener la relación. Cuando ése es el caso, la forma de cerrar nuestra conversación de resentimiento puede ser la declaración de término de la relación. A veces eso es precisamente lo que tenemos que hacer, como forma de hacernos cargo de nuestra dignidad.
Toda relación implica al menos dos entidades que se relacionan entre sí. Hasta ahora, hemos examinado las formas de tratar el resentimiento a través de acciones realizadas por la persona que padece el resentimiento. También hay acciones que se pueden ejecutar desde el otro extremo, esto es, desde el lado de la persona que genera el resentimiento o desde el sistema que lo origina. Estamos refiriéndonos al diseño de entornos que puedan anticiparse a la posibilidad de resentimiento y en los cuales se puedan tomar ciertas medidas para evitarlo. Este es un aspecto primordial del diseño de organizaciones, en las cuales el tema de la distribución desigual del poder puede generar permanentemente un estado de ánimo de resentimiento.
Formular promesas claras
Sostenemos que hay dos áreas en las que podemos intervenir para evitar el resentimiento en las organizaciones. La primera tiene que ver con la forma en que hacemos promesas. Tal como lo planteáramos previamente, muy a menudo el resentimiento surge porque las personas juzgan que las promesas que se les hicieron no se cumplieron. La forma de hacer promesas es un área básica de diseño si queremos evitar el resentimiento. A menudo sucede que el resentimiento se genera porque ambas partes escucharon la promesa de un modo muy diferente. Cada vez que hacemos promesas que den cabida a suposiciones o expectativas no fundadas sobre las condiciones de satisfacción acordadas y sobre los estándares implícitos en esas condiciones de satisfacción, corremos el riesgo de producir resentimiento.
A menudo el resentimiento se suscita también por las expectativas desiguales que tienen las personas, o porque el cumplimiento de compromisos es evaluado con distintos estándares. Cuando esto sucede significa que se opera con contextos distintos. Para evitar lo anterior, es importante, por lo tanto, explicitar los contextos en los cuales operamos y no asumir que todos tenemos las mismas expectativas o los mismos estándares. Antes de iniciar una relación, es muchas veces conveniente detenerse a crear un contexto común y declarar, por ejemplo, «Si acepta el puesto que le ofrecemos, puede esperar que de cumplirse x condiciones, suceda y. Sin embargo, le advertimos que no espere w, mientras las reglas sean las que hemos pactado».
La comunicación deficiente es una fuente continua de resentimiento. Si la gente se preocupara desde el comienzo mismo, de hacer promesas claras, muchas causas de resentimiento desaparecerían. Para que esto sea posible, es importante verificar que todos los involucrados escuchen las promesas en la misma forma y dejar muy en claro los compromisos que cada parte adquiere para cumplir sus promesas. La ambigüedad al formular promesas siempre es una fuente potencial de resentimiento.
Sin embargo, por más atención que pongamos al formular promesas, nunca podremos estar absolutamente seguros de la forma en que fueron escuchadas. A estas alturas, ya sabemos que no existe un escuchar perfecto. Más allá de todo lo que podamos hacer para verificar cómo cada uno entendió lo que se dijo, siempre escucharemos desde nuestra propia estructura y antecedentes históricos. No lo podemos evitar. Por lo tanto, un cierto grado de ambigüedad es parte de la facticidad de la comunicación humana.
Comprometerse a compartir algunas conversaciones privadas y permitir hacer reclamos
Esto nos lleva a la segunda área en la cual podemos intervenir para reducir el riesgo de resentimiento y manejar la descoordinación potencial de acción que éste implica. Otra forma de abordar el resentimiento es no permitiendo que crezca cuando aparece. ¿Cómo podemos hacer esto? Podemos hacerlo acordando mutuamente (como un compromiso básico de nuestra relación) compartir toda conversación privada acerca de cada uno de nosotros que, juzguemos, pueda interferir en la forma en que coordinamos nuestras acciones conjuntas. Ello implica mantener abierto un espacio para el reclamo.
Este compromiso nos permite identificar el resentimiento en su fuente y abordarlo tan pronto como éste aparezca. Por supuesto, para que esto sea posible, es indispensable que cada una de las partes no se sienta amenazada cuando comparta una conversación privada. Se debe eliminar el temor de compartir estas conversaciones. Esto significa que aquellos que hablen sobre sus conversaciones privadas o reclamen no sufrirán consecuencias negativas.
No estamos diciendo que las personas deban hacer pública cualquier conversación privada que puedan tener. Como seres autónomos que somos, tenemos el privilegio de la privacidad y este privilegio debe ser plenamente respetado. Las conversaciones que nos comprometemos a contar son aquellas que, a nuestro juicio, tienen el poder de interferir con nuestra coordinación de acciones dentro de la organización.
El estado de ánimo de la resignación
Tal como lo hemos reiterado, lo que ocurriera en el pasado no puede ser cambiado. Ello ya está determinado y al presente sólo le cabe reconocerlo como tal. Esto es una facticidad ontológica. El futuro, sin embargo, se caracteriza por ofrecernos un espacio de indeterminación, un espacio sujeto a nuestra capacidad de acción. El futuro puede ser diferente del presente. Y puede ser diferente tanto en razón de las acciones de otros como también en razón de nuestras propias acciones.
Observamos que alguien está en el estado de ánimo de la resignación cuando tal persona se comporta, en un determinado dominio, como si algo no pudiera cambiar, mientras que nosotros consideramos lo contrario. Reconocemos el estado de ánimo de resignación cuando podemos producir una conversación subyacente que cuestionaría la opinión de que algo no puede ser cambiado, esto es, cuando juzgamos que lo que alguien estima como inmutable puede cambiar. Lo que caracteriza a una persona, en el estado de ánimo de la resignación, es el hecho de que ella, a diferencia de otras, no ve el futuro como un espacio de intervención que le permite, a partir de las acciones que ella misma emprenda, transformar el presente.
Sin embargo, generalmente la persona resignada no observa su estado de ánimo de resignación como tal. Para esa persona la resignación aparece como realismo fundado. No nos olvidemos que las personas no solamente tienen estados de ánimo, también tienen la tendencia a justificarlos.
A menudo admitimos que estamos resignados en algún dominio de nuestras vidas. Podemos observar nuestra propia resignación. Cuando esto sucede, de nuevo surge una tensión entre juicios de posibilidad y juicios de facticidad. Por una parte, reconocemos que las cosas podrían ser diferentes. Pero, por otra, estamos poseídos por el juicio de que las cosas no van a cambiar, hagamos lo que hagamos. Esto, a menudo, conduce a admitir que teóricamente las cosas podrían cambiar. Al mismo tiempo, no nos queda claro cómo ejecutar el cambio. A un nivel muy concreto, no sabemos qué hacer y, por lo tanto, no hacemos nada. Esta es una manifestación muy común y generalizada de resignación.
El estado de ánimo de la ambición
Al estado de ánimo de la resignación se contrapone el de la ambición. Este último se caracteriza por hacer lo contrario de lo que hacía el primero. Mientras la resignación se definía por la clausura de posibilidades futuras, la ambición destaca por identificar amplios espacios de intervención que conllevan el germen del cambio. A través de su reconstrucción lingüística, a la ambición le corresponde un juicio que habla sobre la manera como una persona se para frente al futuro. Como tal, la ambición permite ser reconstruida como una mirada diferente al futuro. Una mirada en la que éste es visto como un vasto espacio de posibilidades de acción y donde las acciones poseen una gran capacidad generativa y, por tanto, de construcción de nuevas realidades. Una persona ambiciosa entiende que el presente construye futuro y, al hacerlo, trasciende lo que hoy existe. Como disposición, ella se identifica con lo que Nietzsche llama «voluntad de poder».
Cabe advertir, sin embargo, que el término ambición tiene connotaciones muy diferentes según los discursos históricos que predominen en las distintas comunidades. En el mundo anglosajón es un atributo positivo. En cambio, en aquellas comunidades donde, por ejemplo, el discurso histórico predominante es el catolicismo, la ambición tiene una fuerte carga peyorativa. Ser «ambicioso» es visto normalmente como despreciable. Lo que es importante observar es que se trata de diferencias que remiten a los discursos históricos predominantes.
Desde nuestra perspectiva, podemos reconstruir lingüísticamente el estado de ánimo de la ambición por referencia al juicio que hacemos de una persona, en el sentido de que ve posibilidades de acción donde otros normalmente no las ven y se compromete en la ejecución de tales acciones.
De la resignación a la ambición
Cuando identificamos un área en la cual sospechamos que detrás de nuestro «realismo» podría esconderse un estado de ánimo de resignación, también se pueden efectuar ciertas acciones. Ahora entendemos que se puede reconstruir la resignación como una estructura lingüística subyacente en la cual declaramos que «No se puede hacer nada aquí» o, «Haga lo que haga, nada va a cambiar», en circunstancias que otros pueden refutar nuestro juicio.
Nuevamente, una forma de lidiar con este estado de ánimo de resignación será el examinar los fundamentos de esos juicios. Podríamos descubrir, cuando los examinamos más detenidamente, que los obstáculos que, suponíamos, nos impedían actuar efectivamente, no existen, o bien podrían ser superados. A menudo sucede que no actuamos porque suponemos que si hiciéramos una determinada petición, ésta nos sería denegada. O suponemos que si entabláramos una conversación para explorar una posibilidad de interés para nosotros, ésta terminaría en nada.
Sin embargo, no es extraño descubrir, cuando entablamos esa conversación, que nuestro supuesto inicial era infundado. A veces también descubrimos que nuestros supuestos están basados en el hecho de que somos incompetentes para hacer peticiones o para desarrollar esas conversaciones de modo tal que el interlocutor pueda observar las posibilidades implícitas. Por lo tanto, si nos comprometemos a aprender a sostener esas conversaciones que estimábamos imposibles, las circunstancias pueden cambiar.
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